Revisando los libros de historia vemos que la migración es un fenómeno social tan viejo como la humanidad. El pueblo judÃo, de cuyas tradiciones se nutre nuestra fe cristiana, es un ejemplo vivo de la añoranza y el anhelo de un pueblo peregrino, fuera de su tierra, migrante. “La familia de Nazaret, desterrada -Jesús, Maria y Jose-, emigrantes en Egipto, refugiados allà para sustraerse de la ira de un rey impÃo, puede ser el modelo y el consuelo de los emigrantes y de los refugiados de todos los tiempos y lugares , y de todos los prófugos de cualquier condición que, por miedo a las persecusiones o que acuciados por la necesidad, se ven obligados a abandonar la Patria, los padres queridos, los parientes y gratos amigos para dirigirse a tierras extrañas” (Pio XII).
Mucho ha preocupado y preocupa a la Iglesia y a las organizaciones internacionales mundiales la suerte de los emigrados de forma tal que en casi todos los paÃses existen oficinas de atención a quienes por razones económicas, polÃticas, sociales y hasta culturales salen de sus paÃses para reiniciar en otras tierras sus vidas.
La familia Hispana en los Estados Unidos está entre dos culturas. Necesita una mano orientadora y un abrazo estimulante para encontrar la respuesta concreta y objetiva que le permita el ajuste a las difÃciles y penosas situaciones que conlleva la adaptación a un nuevo medio ambiente económico y socio-cultural.
¿Por qué decimos esto?. Veamos. El medio ambiente social del hombre al momento de nacer le va a determinar su idiosincracia psicológica dándole las caracterÃsticas especÃficas de su nacionalidad. Asi vemos que aunque todos somos hispanos, los dominicanos tienen rasgos y cualidades distintas a las de los portorriqueños, y los cubanos se distinguen de los colombianos, etc.
Ese medio ambiente que nos moldea de forma tÃpica está formado por el idioma y los modismos, las tradiciones y costumbres, la organización de las comidas, la distribución del tiempo, la determinada jerarquÃa que le damos a nuestros valores sociales, los objetos materiales especÃficos que le dan simbolismo al paÃs natal -en mi caso especÃfico, la estrella solitaria, la palma inhiesta, el zapateo repiqueteante, el aromático buchito de cafe negro, la guayabera, el mantón, el colibrà y la mariposa.
Ese medio ambiente social no sólo nos moldea sino que nos penetra de forma tal que llega un momento en el desarrollo de la vida de cada uno de nosotros en que al comprender que tenemos una identidad (un yo propio que nos distingue de los demás) definimos esa identidad personal con dos rótulos: “fulano de tal” de “más cual lugar”.
Cuando una persona o familia se plantea las necesidades polÃticas, económicas, sociales o culturales que le llevan a emigrar además de valorar la importancia y trascendencia que para sà y para los suyos conlleva este paso tendrá que desgajar ramas que forman parte de su árbol personal. Tendrá que dejar detrás el sillón donde meció a sus hijos, los libros con que estudió y los que leyó, los recuerdos que detenÃan el tiempo en una fecha significativa. Tendrá que dejar las plantas que cuidaba y regaba, ante las que se alegraba cuando encontraba que, resistiendo el invierno (aquel nuestro cálido invierno) habÃan dado ya las primeras flores de la primavera.
Como dijera Zenaida Bacardà de Argamasilla “no es lo rico ni lo pobre… es el valor de las cosas de todos los dÃas, que a fuerza de mirarlas y manosearlas, se han vuelto un poco mi persona”.
A esa forma de apego humano, ese poco de alma que ponemos en los objetos que nos acompañan durante años, se une a otro apego, el que sentimos por el lugar o pueblo donde nacimos, por la casa donde crecimos, las calles donde corrimos, los sueños e ilusiones que forjamos… todas las etapas de nuestra vidas. Porque emigrar es crudamente deshacer una vida.
Cuando emigramos, cuando tomamos los aviones o mojamos las espaldas al cruzar fronteras, cuando hacemos largas filas y visitamos oficinas con frÃos y protocolares papeles, estamos removiendo nuestro árbol personal, estamos desprendiéndolo de su tierra natal y ambiental, estamos “poniéndolo en el aire” para volverlo a plantar ese árbol en otro suelo. Para que en este nuevo suelo nuestro árbol personal recobre su color y sea capaz de volver a sostener y trasmitir la vida necesita no sólo una tierra fértil, propicia, sino sobre todo una mano jardinera que la apisone y cobije las raÃces hasta “que prenda” y no se seque.
Tradicionalmente la Iglesia ha cuidado del emigrante y peregrino, le ha propiciado no solo el pan y techo material sino que se ha procupado de sus necesidades psicológicas y espirituales. La familia emigrante fue tambien preocupación de Juan Pablo II y para ella pidió especial cuidado: “las familias emigantes deben tener la posibilidad de encontrar siempre en la Iglesia su patria. Esta es una tarea connatural a la Iglesia, dado que es signo de unidad en la diversidad” (Familiaris Consortio).
Sabiendo que el momento de la migración es un momento de inseguridad total, de vacilación, de depresión, de anonadamiento, la Iglesia y la Sociedad deben tender sus manos jardineras, brindando respuestas que ayuden a la comunidad hispana emigrante a encontrar nuevas alternativas en el mantenimiento de su fe, de su identidad cultural, de la unidad familiar.
Publicado en el Periódico Nuevo Amanecer de la Diócesis de Brooklyn, NY 1 de Octubre 1983.